«¿Cómo se ha expresado, en qué se ha invertido el talento de Goncharov? El examen del contenido de esta novela debe servir como respuesta a esta pregunta.
Por lo visto, Goncharov no ha escogido una esfera muy amplia para su representación. La historia de cómo yace o duerme el buen holgazán de Oblómov y de cómo ni la amistad ni el amor pueden desperezarlo y levantarlo, Dios sabrá cuán importante historia pueda ser. Pero en ella se ha reflejado la vida rusa, en ella se ha presentado ante nosotros un tipo ruso contemporáneo vivo, acuñado con rigurosidad y corrección implacables; en ella se ha dicho una palabra nueva en torno a nuestro desarrollo social, pronunciada de manera clara y firme, sin desesperación y sin esperanzas pueriles, sino con plena conciencia de la verdad. Esta palabra es el oblomovismo; ella sirve como clave y solución de muchos fenómenos de la vida rusa y ella otorga a la novela de Goncharov una significación considerablemente mayor que cuanto tienen en esto todas nuestras novelas de denuncia. En el tipo de Oblómov y en todo el oblomovismo, vemos algo más que la simple creación acertada de un talento fuerte: encontramos en él una obra de la vida rusa, un signo de los tiempos. (…)
¿En qué consisten los rasgos principales del carácter de Oblómov? En la más completa inercia, que procede de su apatía hacia cuanto ocurre en el mundo. Sin embargo, la causa de esta apatía se encuentra parcialmente en su situación externa y en parte en la imagen de su desarrollo intelectual y moral. Por su situación externa es un señor: «tiene un Zajar y trescientos Zajar más», según expresión del autor. (…)
La historia de su educación sirve toda ella como confirmación de sus palabras. Desde que tenía muy pocos años acostumbra a ser un haragán porque tiene quien le dé y le haga; aquí, hasta en contra de su voluntad, no es extraño que haraganee y lleve vida de sibarita. (…)
Es comprensible la influencia que esta situación ejerce sobre todo el desarrollo moral e intelectual de un niño. Las fuerzas internas «se marchitan y se ajan» necesariamente. Si el niño las alimenta de vez en cuando, es quizás por capricho o por exigencias arrogantes de que los demás cumplan sus órdenes. Y es notorio que la satisfacción del capricho desarrolla falta de carácter, y la arrogancia es incompatible con la capacidad de mantener seriamente la dignidad propia.
Al acostumbrarse a enunciar exigencias irrebatibles el muchacho pierde con presteza la medida de la posibilidad o la conveniencia de sus deseos, se despoja de toda capacidad de hacer corresponder los medios con los objetivos y se coloca después, al primer inconveniente, en un callejón sin salida, para cuya superación es necesario hacer un esfuerzo propio. Cuando crezca, se convertirá en un Oblómov, cubrirá en un grado mayor o menor su apatía y falta de carácter bajo una máscara más o menos habilidosa, pero siempre con una cualidad invariable: la negativa a la actividad seria e independiente.
Mucho ayuda en esto el desarrollo intelectual de los Oblómov, orientado también, por supuesto, por una situación externa. Una vez que han mirado al revés la vida, ya después no podrán alcanzar una comprensión racional de su actitud hacia el mundo y hacia la gente hasta el final de sus días. Después se les darán muchas interpretaciones, y algo llegarán a comprender; pero los puntos de vista que han arraigado desde la infancia se mantendrán en algún rinconcillo, y siempre mirarán desde ellos, estorbando a los nuevos conceptos y no cediendo espacio a éstos en el fondo del alma... Y en la cabeza se hace un cierto caos: en otra ocasión aparece la decisión de hacer algo en el hombre, pero no sabe éste cómo comenzar, a dónde dirigirse... Y no es raro: el hombre normal siempre desea sólo aquello que puede hacer; en cambio, sí hace inmediatamente todo cuanto desea... Pero Oblómov... él no está acostumbrado a hacer una cosa cualquiera, y por tanto no puede definir adecuadamente qué puede y qué no puede hacer; en consecuencia, tampoco puede, de una manera seria, activa, desear cosa alguna. Su deseo se encuentra sólo en la forma: «Estaría bien hacer esto»; pero cómo se puede hacer esto, no lo sabe. De aquí que guste de soñar y que tema horriblemente al momento en que sus sueños entren en contacto con la realidad. Aquí comienza a tratar de echar el asunto sobre los hombros de algún otro, y si no existe ninguno, pues al azar... (…)
Pero la cuestión es que, desde la aparición del primero de ellos, Oneguin, hasta hoy, han pasado ya treinta años. Aquello que se encontraba en embrión, lo que se expresaba solamente en oscuras medias palabras, balbuceadas, ha asumido ya una forma consistente y determinada, se ha expresado abiertamente y en voz alta. La frase ha perdido su significación; ha aparecido en la propia sociedad la necesidad de una verdadera causa. Béltov y Rudin son gente con intenciones realmente elevadas y generosas, y no sólo no pudieron dejar de inclinarse ante la necesidad, sino que no pudieron ni figurarse una posibilidad cercana de lucha temible, a muerte, con las circunstancias que los oprimían. Actuaban en un bosque frondoso, desconocido, caminaban por una ciénaga peligrosa, veían bajo sus pies distintos lodos y serpientes y trepaban a un árbol; en parte, para mirar, por si acaso no veían el camino; en parte para descansar y cortar por un tiempo el peligro de atascarse o de ser mordidos. Los hombres que los seguían esperaban lo que ellos dijeran, y los miraban con respeto, como a hombres que marchan adelante. Al mismo tiempo, al trepar a un árbol, se rasguñaban la cara, se herían las piernas, se estropeaban las manos... Sufrían, se agotaban, debían descansar, encaramados a un árbol de la manera que les fuera más cómoda. Ciertamente, no hacían nada por el bien común, no veían ni decían nada. Los que estaban debajo debían desbrozar y ensanchar el camino solos por el bosque. ¿Pero quién se decide a lanzar una piedra a esos infelices, para obligarlos a caerse de su altura en la cual se han encaramado con tantos trabajos, teniendo presente el bien común? Se les sobrelleva y por el momento llega a no pedírseles que tomen parte en la limpieza del bosque; tienen su parte en otro asunto y lo han hecho. Si no ha surgido el ímpetu, no es por culpa suya. Desde este punto de vista, cada uno de los autores podía mirar antes a su propio héroe Oblómov, y tenía razón. A esto se sumaba también que la esperanza de ver en alguna parte la salida del bosque hacia el camino era mantenida por toda la cuadrilla durante el tiempo justo que se mantuviera la seguridad en la capacidad de avizorar que tenían los hombres de la vanguardia, que habían vuelto al bosque. Pero he aquí que poco a poco el asunto se fue aclarando y tomó otro giro: los hombres de la vanguardia se sintieron bien en el árbol; juzgan con gran elocuencia sobre los distintos caminos y medios de salir del pantano y del bosque; han llegado a encontrar en el árbol algunos frutos, y se deleitan con ellos, lanzan hacia abajo sus restos; llegan a llamar hacia arriba a algunos escogidos de la muchedumbre, y aquéllos van y se quedan en el árbol, ya no mirando el camino, sino sólo devorando los frutos. Éstos ya son Oblómov en un sentido cabal... Y los pobres caminantes que se quedan debajo, se atascan en el fango, los muerden las serpientes, los asustan los reptiles; las ramas les azotan la cara... Finalmente la muchedumbre se decide a ocuparse de la empresa y quiere remover a aquellos que subieron después al árbol; pero los Oblómov guardan silencio y se atracan de frutos. Entonces la multitud se dirige también a quienes habían sido sus hombres de vanguardia, pidiéndoles que se bajen y ayuden al trabajo común. Pero los hombres de vanguardia vuelven a repetir las frases acerca de la necesidad de mirar al camino, y no dicen nada sobre el trabajo de desmonte. Entonces los pobres caminantes comprenden su error y dicen, con gesto desdeñoso: «¡Ah, todos sois unos Oblómov!» Y después comienza un trabajo activo, inagotable: cortan árboles, hacen con ellos un puente sobre el pantano, matan las serpientes y los reptiles que los atacan, sin preocuparse más por estos inteligentes, por estas naturalezas fuertes, por los Pechorin y los Rudin, en quienes confiaban antes, a quienes admiraban. Al principio los Oblómov miran tranquilamente el movimiento general, pero después, según su costumbre se acobardaban y comienzan a gritar… «¡Ay, no hagáis eso, ay, deteneos!», gritan al ver que están cortando el árbol que los sostiene. «Tened la bondad, pues podemos matarnos, y morirán con nosotros las hermosas ideas, los elevados sentimientos, las intenciones humanitarias, la elocuencia, la emoción, el amor a todo lo hermoso y lo generoso que siempre han vivido en nosotros… ¡Deteneos, deteneos! ¿Qué hacéis…?». Pero los caminantes han escuchado mil veces todas estas hermosas frases, y, sin prestarles atención, continúan el trabajo. Los Oblómov tienen todavía un medio para salvar su reputación: bajar del árbol y ponerse a trabajar junto con los demás. Pero ellos, según su costumbre, se sienten perdidos y no saben qué hacer. «¿Qué es lo que ha ocurrido de pronto?», repiten, desesperados, y continúan enviando maldiciones inútiles a la torpe muchedumbre, que les ha perdido el respeto. ¡Sin embargo, la muchedumbre tiene la razón! Si ella hubiera comprendido la necesidad de la empresa actual, para ella sería lo mismo tener ante sí a Oblómov o a Pechorin. No repetimos que Pechorin comienza a actuar bajo ciertas circunstancias precisamente igual que Oblómov; él puede, bajo estas mismas circunstancias, desarrollarse en otro sentido. Pero los tipos creados por talentos fuertes son eternos: y hasta el día de hoy viven hombres que parecerían copias de Oneguin, de Pechorin, de Rudin y otros, y no en el aspecto en que hubieran podido desarrollarse bajo otras condiciones, sino precisamente en el que los representaron Pushkin, Lérmontov y Turguéniev. Sólo en la conciencia social de todos ellos se convierten cada vez más en Oblómov. No se puede decir que esta transformación haya terminado; no, aún hoy miles de personas pasan el tiempo en conversaciones, y miles de otras personas están dispuestas a asumir las conversaciones en calidad de empresas. Pero que comienza esta transformación lo demuestra el tipo Oblómov creado por Goncharov. Su aparición habría sido imposible si al menos en alguna parte de la sociedad no hubiera surgido la conciencia de lo insignificante que son estas naturalezas cuasitalentosas, que antes daban lugar a admiración. (…)
Lo que tienen de común todos estos hombres es que para ellos no hay quehacer en la vida que pueda constituirles una necesidad vital, una consagración, una religión, y que creciera orgánicamente junto a ellos de modo tal que quitárselo significaría despojarlos de la vida. Todo en ellos es externo, nada tiene raíces en su naturaleza. Ellos quizás también hagan alguna cosa cuando una necesidad externa lo determina, del modo que Oblómov iba de visita cuando lo arrastraba Stolz, compraba libros y papel pautado para Olga, leía lo que ella le obligaba a leer. Pero su alma no está dispuesta para el quehacer que se pone casualmente en su camino. Si a cada uno de ellos se le propusiera de balde toda la riqueza que pudieran ganar con el trabajo, rehusarían contentos su faena. En virtud de su oblomovismo el funcionario oblomoviano no se pondrá a asistir a su trabajo si puede conservar sin hacerlo su salario y puede ser ascendido a un cargo. El soldado hará juramento de no tener que ver con las armas si le proponen condiciones equivalentes y además conservan su bonito uniforme, muy útil para ciertos casos. El profesor dejará de dar clases, el estudiante dejará de estudiar, el escritor hará a un lado su obra, el actor no se presentará en la escena, el artista romperá su buril y su paleta, hablando en estilo elevado, si encuentra una posibilidad de recibir de balde todo lo que ahora gana con su trabajo. Todos ellos se dedican a hablar sobre sus elevadas intenciones, sobre la conciencia de un deber moral, sobre la penetración de los intereses comunes, y en cuanto se comprueba resulta que todo esto no son más que palabras. La más sincera y cordial de sus tendencias es la tendencia a la tranquilidad, a estar en bata, y su propia actividad no es otra cosa que una bata honorable −según una expresión que no nos pertenece− con la cual esconden su vacío y su apatía. Hasta los hombres instruidos, por lo demás hombres de naturaleza activa, con corazones cálidos, con extraordinaria facilidad se alejan en la vida práctica de sus ideas y de sus planes, de manera extraordinariamente rápida se adaptan a la realidad circundante, la cual, sin embargo, no dejan de considerar de palabra vulgar y baja. Esto quiere decir que todo de cuanto hablan o sueñan es en ellos ajeno, extraño; en lo profundo de sus almas ha arraigado solo un sueño, un ideal: la tranquilidad más inalterable, el quietismo, el oblomovismo. Muchos llegan hasta a no poder imaginarse que el hombre puede trabajar por un deseo, por una inclinación. (…)
Sí, todos estos Oblómov nunca han incorporado a su carne y a su sangre los principios que inculcan, nunca los han llevado hasta sus últimas consecuencias, no han llegado al límite en que la palabra se convierte en obra, en que el principio se confunde con la íntima necesidad del alma, se absorbe en ella y se hace la única fuerza que impulsa al hombre. Por eso es que esta gente también miente sin cesar, por eso es que resultan tan inconsistentes en los hechos particulares de su actividad. Por eso también es que prefieren los puntos de vista abstractos a los hechos vivos, los principios generales a las simples verdades vitales. Leen los libros útiles para saber qué se está escribiendo; escriben artículos elevados para admirarse de las estructuras lógicas de su propio discurso; dicen cosas audaces para poder oír sus propias frases sonoras y para provocar con ellas el halago de los que escuchan. Pero lo que está más allá, el objetivo de todas estas lecturas, escrituras y discursos, o no lo quieren conocer en absoluto o se sienten demasiado inquietos por él. Os dicen siempre: he aquí lo que sabemos, lo que pensamos; lo que quieran otros no nos atañe... Mientras no haya trabajo a la vista, se puede engañar con esto al público, podemos envanecernos por el hecho de que, al parecer, a pesar de todo trajinamos, andamos, hablamos, contamos. En esto también se ha basado el éxito en sociedad de gente semejante a Rudin. Aún más, es posible dedicarse a la franca duda, a la intriga, a los juegos de palabras, a la teatralidad y hacer creer que nos permitimos esto porque, según dicen, no hay una esfera propia para una actividad mayor. Entonces también Pechorin y hasta Oneguin debían parecer naturalezas de infinita fuerza espiritual. Pero ahora todos estos héroes pasan a un segundo plano, han perdido su anterior significación, han dejado de confundirnos con el ímpetu de sus enigmas y con el secreto desacuerdo entre ellos y la sociedad, entre sus grandes fuerzas y la insignificancia de sus quehaceres.
«Se ha descifrado ahora el enigma, / Ahora ya se encontró la palabra». (Aleksandr Pushkin; Eugenio Oneguin, 1833)
Esta palabra es oblomovismo.
Si ahora veo a un terrateniente dando opiniones sobre los derechos de la humanidad y sobre la necesidad del desarrollo de la personalidad, sé, ya desde sus primeras palabras, que se trata de Oblómov.
Si encuentro a un funcionario quejándose de la confusión y del agobio que produce el trabajo de oficina, es Oblómov.
Si escucho las quejas de un oficial sobre el agotamiento que producen los desfiles y sus juicios audaces sobre la inutilidad del paso silencioso, etcétera, etcétera, no tengo dudas de que es un Oblómov.
Cuando leo en las revistas extravagancias liberales en contra de los abusos de poder y alegría porque al fin se ha hecho aquello que deseábamos y en lo que confiábamos desde hace tiempo, yo pienso que todo esto ha sido escrito por los Oblómov.
Cuando me encuentro en un círculo de personas instruidas, que simpatizan ardientemente con las necesidades de la humanidad y que cuentan con sostenido calor las mismas anécdotas −y pocas veces, algunas nuevas− acerca de los aprovechados, acerca de las persecuciones, sobre todo género de ilegalidades, siento sin quererlo que he sido llevado a la vieja Oblómovka...
Interrumpid las largas peroratas de estos hombres y decidles: «Afirmáis que esto y aquello no está bien: ¿qué es lo que hay que hacer?» Ellos no saben. Proponedles el medio más sencillo y os dirán: «¿Pero cómo hacer esto tan de repente? Os lo dirán invariablemente, porque los Oblómov no pueden responder de otro modo... Continuad la conversación con ellos y preguntadles: ¿qué tenéis la intención de hacer? Ellos os responderán lo mismo que Rudin a Natalia: «¿Qué hacer? Hay que resignarse. ¡Qué le vamos a hacer! Sé muy bien que esto es amargo, pesado, insoportable, pero juzgue por sí misma...», etcétera.
No esperéis más de ellos, porque en todos ellos está el sello del oblomovismo». (Nikolái Dobroliúbov; ¿Qué es el oblomovismo?, 1859)
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